Uno de los temas recurrentes durante la previa tuvo que ver con la estructura defensiva. Que si tres o cuatro hombres delante de Lampe. Los especialistas afirman que la segunda opción ofrece mayores garantías —sobre todo si se actúa como visitante— para lograr una más alta dosis de solvencia y respaldan el aserto en la cobertura individual de metros a lo ancho del campo.
Aparte, la confianza en un trío debe avalarse en el rodaje, complementariedad, capacidades y características de los actores.
Farías escogió tomar el riesgo —acaso anhelando en que el equipo tuviera salida y profundidad a través de los costados— y la fórmula no dio resultado favorable porque Perú —punzante, aplicado— se apoderó del mediocampo, circuló el balón con una dinámica mental y física superior a la de los nuestros y el desacomodo quedó patente con apenas siete minutos de juego, cuando a Gianluca Lapadula se le invalidó un gol por posición adelantada.
Fue, ciertamente, un aviso.
Apenas sesenta segundos después el mismo delantero se estrenó en el festejo de la clasificatoria, poniendo de manifiesto el desconcierto de la zaga en la faceta del retroceso tendente a contrarrestar a un rival que dañó mediante el toque de primera, la triangulación y el desmarque de Cueva, Carrillo y Peña, sus creativos, debidamente apuntalados por Tapia y Gonzales.
Ese era el momento para repensar el partido. Y lo que cabía era readecuar las piezas y responder, sin demora, a una situación correctiva, de urgente solución.
No. La lectura desde el banco fue otra, casi inentendible. Y sobre la media hora la diferencia se amplió en virtud a un cabezazo de Christian Cueva.
El local liquidó la cosa un rato antes del intermedio, con un derechazo de Sergio Peña, que desde la media luna disparó libre de marca.
Todos los tantos —sin excepción alguna— nacieron de acciones trabajadas sobre el flanco derecho de la defensa nacional a partir de la endeblez de contención en la mitad de la cancha.
Estaba muy clara la instrucción de Gareca. Dañar a través de esa banda y lo logró. Ni siquiera el lapso de intermedio dio lugar a modificaciones cantadas. Las variantes llegaron luego de una hora de padecimiento, de descontrol, de elaborar poco y nada en materia de peligrosidad ofensiva.
El fútbol es un juego y más allá de la obviedad que representa lo señalado resulta frecuente que una determinada planificación no surta el efecto deseado. Lo viven todos los equipos, todos los entrenadores, sin excepción alguna. No obstante, existe la posibilidad —porque nada ni nadie lo prohíbe— de subsanar una contingencia adversa disponiendo de cambios oportunos en el propio esquema original o, si es necesario, apelando a mudanzas provenientes del nutrido banco de suplentes.
Menos mal que el dueño de casa bajó las revoluciones, sabedor que la misión estaba suficientemente cumplida. Aún así Carlos Emilio conjuró una calamidad aún peor en al menos un par de ocasiones.
Bolivia también se acercó al descuento, sobre todo cuando Saavedra, uno de los hombres de refresco, exigió a una formidable atajada de Gallese.
La presentación en Lima devolvió sin anestesia al contexto de la realidad y en la recta final de la competición —virtualmente sin opciones de entrar a la conversación por las plazas a Catar— sólo es dable aguardar una despedida decorosa y consagrada a que los jóvenes con mérito (Franz Gonzales, titular en el estadio Nacional, es un caso y debe ganar continuidad) se curtan.
También será prudente que brote el sano hábito de la autocrítica porque luego de tanto discurso idealista —matizado por argumentos de distinta naturaleza y volumen— corresponde aterrizar el acápite de las responsabilidades, esas que existen y seguramente contribuirán a explicar, al menos en parte, los motivos de esta nueva experiencia distante del propósito soñado.
Oscar Dorado Vega es periodista.