Tres “A” ausentes. Las que no podían faltar. Las imprescindibles para compensar, al menos en parte, el presumible déficit de juego. Cuando se apuesta por un objetivo –y el de Bolivia era la fortaleza en el Siles para cosechar lo que tantísimo cuesta obtener en el exterior– es menester apelar a todos los factores que aporten, sin excepción. La Verde necesitaba autoridad, actitud y acierto; lamentablemente careció de eso y lo pagó caro.
Un dueño de casa munido de autoridad impone condiciones. No permite jamás que el partido transcurra como lo desea el rival. Mínimamente, se rebela.
La actitud tiene que ver con la necesidad de desparramar argumentos, defenderlos y sostenerlos. En otras palabras: proponer y desarrollar decididamente una planificación, interpretarla a sabiendas de que, al margen de eventuales errores, es la conducente a dañar al oponente a fuerza de convicción, sin lugar a tibiezas.
Entre tanto, el acierto se refleja en atesorar las circunstancias favorables que el cotejo genera. La Selección estuvo en ventaja y no supo –o no pudo– liquidar a una Argentina que combinaba determinadas virtudes con ostensibles titubeos, apoyándose en algunas calidades individuales y en la simple cuanto añeja receta de ser un conjunto compacto. Estaba claro que Armani, el portero, se mostraba distante en seguridad de lo que normalmente le ofrece a River. Se desaprovechó también ese componente, como si fuera un detalle accesorio.
No es momento de excusas. Se arribó al comienzo de la clasificatoria con un enorme lastre de elementos desventajosos, que no cabe aquí desglosar, por cuanto la pretensión analítica de esta columna se encuadra en los cien minutos que observamos mediante la transmisión televisiva.
El 4-4-2 que Farías mandó de entrada a la cancha funcionó efectivamente sólo a ratos, cuando Castro, Chumacero y Cardozo pudieron asociarse y asistir a un Martins muy interesante del primer periodo (además del gol, fruto de un cabezazo letal, siempre motivó peligro merodeando el área ) y absolutamente desaparecido durante el complemento.
En esa intermitencia corresponde citar una inocua faena de los zagueros laterales. Torres y Sagredo incursionaron en contadas ocasiones rumbo a campo albiceleste y ahí se derrochó un arma siempre valiosa, al punto que Tagliafico, vaya ironía, dispuso de libertad para avanzar y respaldar a sus compañeros de la zona de volantes.
Fue un encuentro de muchos espacios, imprecisiones y disponibilidad en función de disparos de media distancia. En este último aspecto Bolivia dejó, llamativamente, que Paredes probara una y otra vez, al punto de remecer rotundamente uno de los verticales del arco de Lampe.
Y quedó, asimismo, como inequívoca sensación de adeudo el divorcio en el control del balón, compartido como si no importara tenerlo, recuperarlo y emplearlo sensatamente, cuestión inherente a la cuota de talento que se restó, entre los nuestros, de Miraflores.
Seguramente si se vuelve a observar el video despuntará el discreto cumplimiento de Messi en el lapso de arranque. Trotó, tocó en corto, en contadas oportunidades desequilibró y hasta le pegó deficientemente al balón en un tiro libre desde muy buena ubicación. Ni ampararse, por tanto, en la influencia del “Diez” como elemento excluyente. Mejoró algo posteriormente, pero nada a la altura de sus antecedentes distintivos.
El resumen estadístico acumuló más opciones en favor del visitante (Lampe ahogó un remate muy claro de Martínez en la segunda fracción) y eso pone al descubierto sin misterios el alma del compromiso.
No fue posible sacar tajada de la ventaja y, para colmo, el empate parcial argentino resultó de un chascarro que Torres y Carrasco (a quien todo le salió mal) protagonizaron como involuntarios actores protagónicos.
Las cosas adquirieron un matiz aún más enrevesado en el último episodio.
Bolivia volvió a posibilitar que los de Scaloni manejaran los tiempos y ninguna de las variantes contribuyó a subsanar problemas. Todo lo contrario. Paulatinamente la estructura se desportilló y el equipo quedó remitido a un cúmulo de voluntades sin pizca de amenaza real.
Argentina no padeció ningún tipo de presión. Creció al influjo de la pasividad nacional. Tampoco la sobresaltó algún arresto de sorpresa y encontró la manera de ganar luego de un prolongado conciliábulo del VAR para franquear el gol de Correa.
Había que exponer bastante más. Y no sólo de calidad. También de brío y carácter. La velocidad se hizo extrañar, así como la repentización que rompe moldes y desacomoda cualquier esquema conservador.
Uno por uno era imposible el parangón. Once contra once –implicancia de vitalizar y priorizar el colectivo en pro de alcanzar robustez y disimular falencias– resultó infructuoso el intento.
Esto comenzó mal. Y ya deambula en el lamentable territorio de lo peor. Prontamente la ilusión es víctima de un ataque inmisericorde. Oscar Dorado Vega es periodista