Una manera sencilla –también directa, sin vueltas– de explicar el resultado tiene que ver con las tremendas licencias que otorgó Bolívar de mitad de cancha hacia atrás. No se remiten, por supuesto, a un partido puntual, sino que representan un lastre, muy pesado, de la temporada completa.
La revisión de los goles respalda fehacientemente la aseveración. En el primero, Domínguez, flojo de cintura, respondió con falta ante el amague de Chura. Penal y correcta ejecución de Barbosa. El segundo nació de una seguidilla de marcas mal tomadas, indecisiones y resbalones de carácter previo al disparo de Blackburn, recién ingresado.
Así no es posible defender el liderato. Y, de hecho, a la Academia le duró un suspiro.
Lo señalado no resta méritos al triunfo de The Strongest. Porque a las equivocaciones ajenas hay que sacarles provecho, aplicando atención, persistencia y velocidad, mental y física, de juego, entre otros factores. En rigor a la realidad el equipo aurinegro, sobre todo a lo largo del complemento, fabricó –en base a sus virtudes y a las desprolijidades celestes– más y mejores oportunidades.
El cuadro de Alberto Illanes supo manejar los tiempos (incluido el del madrugador empate parcial de la parte final, fruto de la añeja receta que encarnan Arce a balón detenido y Riquelme dominador a la hora de imponerse por arriba). Cuando hubo necesidad de esperar lo hizo. Cuando correspondió apelar al contragolpe manejó la variable. Y en el momento de reforzar el mediocampo las apariciones de Veizaga y Cardozo frenaron definitivamente a un Bolívar que buscó la victoria sin argumentos sólidos. Porque de la intención a la concreción la distancia no es poca.
No se advirtió aún la mano de José Ignacio González. Resulta injusto exigirle sello propio al director técnico, pero pudo aguardarse algún atisbo de su tónica, la que es todavía una incógnita en medio de una vorágine de cotejos que, está claro, permiten escaso margen destinado a la corrección y/o puesta en escena de matices renovadores. No cabe duda, eso sí, que su libreta de apuntes sumó aspectos deficitarios. Por caso: los balones a espaldas de los zagueros duelen, ya sea como derivación de lentitud, fragilidad de ubicación y dinámica. Inclusive, escasez de actitud y recursos.
El Tigre ganó permitiéndose el lujo de la intrascendencia de Reinoso, su goleador. Disimuló la falencia bastante bien porque el brasileño Barbosa, llegando desde tres cuartos de cancha supo ser un volante definido casi como delantero.
Y es que la pretensión del elenco de Tembladerani en sentido de presionar la salida adversaria no superó la frontera de afán planificado, de pizarrón. Tampoco sus zagueros laterales desbordaron adecuadamente y hasta los cambios no suministraron al conjunto la inyección de mejoría que las circunstancias del trámite demandaban.
Asimismo, quedó de manifiesto el agudo golpe sicológico derivado de las caídas en el arco de Rojas. Sí. El elenco aurinegro también marcó fortaleza espiritual. Sufrió un ratito la paridad y luego retomó el control, sabedor que la estructura de enfrente ofrecía grietas ostensibles.
Es difícil predecir el futuro inmediato de ambos. De hecho, no son los únicos protagonistas de la brega por el título, pero uno demostró que la ocasional pérdida de la punta no lo afectó y otro repartió –inoportuna y desatinadamente– obsequios navideños, dejando ir la invalorable oportunidad de tomar cierta distancia en la tabla.
El éxito futbolístico exige en proporciones muy parecidas el acopio de virtudes pertenecientes y la explotación de los errores del rival. Esa argumentación también es válida al momento de resumir los motivos del desenlace que tuvo el segundo y último clásico del año.
Oscar Dorado Vega es periodista.
Foto: Marka Registrada