Porque se entendió con actitud, en momentos clave, la absoluta necesidad de triunfo, el éxito de Bolivia resultó inobjetable, transparente, definitivamente justo.
Y para sacarse la dosis de presión (e incrementar la de tranquilidad) nada mejor que un gol madrugador. Marcelo Martins volvió a decir presente y a encaramarse como el símbolo de efectividad en la Verde que, sin duda, cargaba con la no menor responsabilidad de desterrar la anemia de victoria.
Venezuela –corresponde anotarlo de entrada– no fue ni la sombra de la selección reciente, acompañada de progreso. Recordó a la de hace treinta o cuarenta años, a partir de un arquero blandengue, contagiador de nerviosismo, como Joel Graterol.
Entonces, después de la apertura, el partido pudo liquidarse sin vuelta de hoja. La consigna nacional de instalarse firme en terreno adversario surtió efecto. Bejarano y Vaca por derecha, Flores y Arce a través del carril zurdo, además de Ramallo merodeando en las diagonales, aplacaron a una Vinotinto imprecisa, limitada.
El local controló y administró bien el balón, uno de los atributos esenciales del juego.
Un cuasi autogol, una llegada de Bejarano y un blooper del portero pudieron establecer la ampliación, pero, paradojal e increíblemente, el empate cayó de un tiro libre evitable, ante el que Carlos Lampe dio rebote y Jhon Chancellor reaccionó antes que nadie para anotar.
Venezuela encontró la paridad y dispuso –al ritmo de Rómulo Otero, lo mejor que trajo– de una instancia de cierta tranquilidad y desahogo. Aún así Erwin Saavedra no anduvo lejos de firmar el desnivel.
Es difícil conservar la misma dinámica a través de lapsos prolongados. Bolivia vio quebrada su ventaja y momentáneamente sintió el impacto, sobre todo anímicamente, pero –y he aquí otro elemento a ser subrayado– no extravió la memoria en relación directa a lo que debía hacer, así hubiera un paréntesis de pausa, de cierto desconcierto.
Tras el descanso –José Sagredo reemplazó a Jorge Flores por lesión– el visitante intentó adueñarse de la pelota, pero no pasó de ser un hecho fugaz. Bastó que los de Farías alcanzaran un segundo aire y las oportunidades, esta vez en la valla del sur, se sucedieron. Una de Arce, otra de Vaca, el despeje extremo de Ángel, y un estupendo remate de Saavedra, frente al que el meta se reivindicó, antecedieron al segundo tanto: cabezazo de Bejarano asistido luego de un servicio de esquina originado por el “Conejo”.
Una nueva salva ofensiva tendente a desarmar la resistencia de un oponente tosco que en términos globales apostó, a guisa de una doble línea en la que ubicó a nueve de sus componentes, a aguantar como tarea previa al teórico contragolpe, casi nunca traducido en realidad porque careció de sorpresa y resignó la velocidad.
Desde el cuarto de hora Venezuela no disimuló el agotamiento y los varios cambios que instruyó el entrenador Peseiro no modificaron el panorama, agudizado en gravedad porque las ideas constituyeron otro ítem de franco aplazo.
La estocada final –frentazo implacable de Martins, centro de Bejarano– representó la consecuencia de no ceder espacios, de ir por más y no confiar en la supremacía mínima. Luego, el goleador no consiguió gambetear al arquero y estirar todavía más el volumen numérico del anhelo concretado.
Emergió el temperamento. Rendimientos mayoritariamente parejos. Convicción para comprender la igualdad parcial como un accidente.
Bolivia supo muy pronto que enfrente tenía a un oponente penetrable e hizo del tiempo y la paciencia –también herramientas de desgaste– circunstancias provechosas.
Lo esencial radicaba en el atesoramiento de los tres puntos y había que aglutinar virtudes tácticas, físicas y mentales, además de esfuerzo y solidaridad. El cotejo ofreció periodos de desequilibrio, se los capitalizó y marcaron diferencia. Lo colectivo, no sin orden, primó y la recompensa al fin resplandeció en Miraflores. Era hora. Era imprescindible.
Oscar Dorado Vega es periodista.