Hubo ciertos atisbos de recuperación, pero no bastaron, lamentablemente, para desbancar la adversidad, para impedir que Ecuador elevara a siete el registro de partidos invictos en Miraflores.
Trabajaron aceptablemente Medina y Roca como pistones por fuera. Algunos de los ingresos operados en el complemento (Henry y Ramiro Vaca, además de Ramallo, específicamente) otorgaron al equipo mayor consistencia e intensidad cerca del área visitante.
Sin embargo, se desperdició toda una etapa, la inicial. Demasiada concesión frente a un adversario compacto, de rápida recuperación del balón, de fluido trajinar y porte físico. En suma: de aplicada ejecución de un libreto preconcebido. En todo ese lapso se jugó –sin contrapeso– como quiso el cuadro de camiseta amarilla, al punto que la objetividad incontrastable conduce a establecer que Bolivia no provocó ninguna atajada del arquero Ramírez, déficit mayúsculo de un dueño de casa necesitado de sumar in extremis.
Motivos relativos a explicar dicho panorama se acumularon: Uno esencial, la carencia de gestación, de elaboración en el centro del campo, donde la intrascendencia de Arrascaita obligó a su reemplazo durante el intermedio. Otro, la enemistad con la pelota, tanto en pro de conservarla como para inyectar talento a su manejo. Lo señalado dio lugar a que el funcionamiento careciera de eficacia y se limitara a tibios intentos de frenar lo que el oponente efectuaba –se reitera– con naturalidad, cambios de ritmo y regulando, sin demasiado esfuerzo.
Para colmo, muy cerca del cierre de la fracción, un error puntual permitió al adolescente Páez (dieciséis años y futuro en el Chelsea apenas alcance mayoría de edad) recibir de Caicedo, filtrarse por larguísimos metros, definir de zurda, con aplomo, y abrir la cuenta. Sagredo, que debió marcarlo, lo persiguió mirando, impotente, su numeración…
Luego del descanso emergió lo mejor de la Verde. Ramallo coqueteó con la igualdad y el arquero la impidió. Antes, en todo caso, Viscarra conjuró una situación bastante comprometida. Rato después Henry Vaca ejecutó un tiro libre y remeció el travesaño sin que Villarroel cabeceara correctamente en la continuidad de la acción.
El cuadro que dirige el español Sánchez Bas apostó –también de modo premeditado– a esperar, resguardar la ventaja, capitalizar el adelantamiento del local y tratar de lastimar a través del contragolpe. No estuvo lejos de conseguirlo mediante Valencia.
Sin embargo, Bolivia –dotada de esa actitud que tanto se reclamó en la pasada actuación– insistió, obligó al retroceso ecuatoriano y al influjo adicional del aliento emergente de las graderías empató gracias a un gol de interesante elaboración que situó como protagonistas a Vaca (el que es parte del Maccabi Bnei Reineh israelí) como asistidor y a Ramallo en la concreción.
Era un resultado acorde al transcurrir del cotejo y con un segmento de trámite por delante dio paso a la esperanza de un mejor desenlace. Empero, no pudo ser. Nuevamente otra falla grosera –en este caso de Cuéllar– permitió a Rodríguez desnivelar definitivamente.
En este tipo de competiciones, y corresponde expresarlo una y otra vez, las equivocaciones se pagan muy caro. La Selección, por doble partida, facilitó la faena del oponente y ahí están las consecuencias, reflejadas cruda y elocuentemente en la tabla de posiciones.
Habrá quienes piensen que el cero al cabo de tres actuaciones enciende las alarmas. Otros presumirán que no es más que el fiel reflejo de la realidad presente. Lo cierto es que el restablecimiento no resultó suficiente y en ello vale repetir que farrearse todo un periodo en el feudo propio es inadmisible, representa algo así como un suicidio futbolístico.
Oscar Dorado Vega es periodista.