Es de rigurosa necesidad, a estas alturas de la clasificatoria, plantear una interrogante sobre el patrón de desenvolvimiento que rige a la Selección nacional. Identidad, como algunos le llaman. Y la incógnita surge a partir de un razonamiento lógico y básico: se ataca muy poco —en dependencia exclusiva de lo que pueda hacer Marcelo Martins— y el matiz defensivo —que parte de las inconsistencias en el mediocampo— facilita demasiado el accionar del rival.
Este remendado Uruguay no precisó de demasiado esfuerzo para anotar cuatro veces, regaló un gol y un tiro penal, además dejó entrever licencias en las contadas oportunidades en que se vio más o menos atorado.
Y el cuestionamiento nace de errores repetidos y, por tanto, conocidos. También no subsanados.
A saber: el balón se pierde con pasmosa sencillez y, lo que es peor, en territorio propio. En las segundas pelotas (léase disputas o rebotes) la reacción favorece en general al adversario y la consecuencia brota natural porque el partido no se sostiene, se lo padece.
Aún más. El juego, en largos pasajes, se limita a cincuenta metros, los propios. He ahí una falla conceptual de envergadura, propiciadora de riesgos mayúsculos. Virtualmente inentendible.
Al cabo del cotejo ante Colombia aludimos al innecesario exceso de pases presumibles, sin compromiso, laterales, esos que, en Montevideo, el local interceptó en numerosas ocasiones para originar arrestos de ataque y, al mismo tiempo, poner en evidencia lo mucho que le cuesta a Bolivia cambiar de ritmo y, fundamentalmente, elaborar una dinámica profunda, dotada de sorpresa y peligrosidad.
Llama la atención, asimismo, que desde la dirección técnica no exista una oportuna y certera lectura de lo que los encuentros presentan en cariz negativo. Los charrúas presionaron una y otra vez —hasta el cansancio— sobre el flanco derecho de la defensa. Marc Enoumba vivió una auténtica pesadilla futbolística porque marcó mal y cuando se animó a avanzar los pelotazos a espaldas desnudaron todavía más su fragilidad. Fue reemplazado recién cuando cometió una falta penal y la amonestación, de buen rato antes, lo ponía al borde de la tarjeta roja.
Uruguay tomó ventaja antes del cuarto de hora —De Arrascaeta— y transcurridos treinta minutos amplió la diferencia gracias a un tiro libre de Valverde.
Muslera, el portero dueño de casa, recién atajó un disparo débil, sin complicaciones, luego del dos a cero y la referencia no hace más que avalar la improductividad del elenco que esta vez vistió casaca alba.
En medio de este adverso panorama la fracción inicial culminó con una doble salvada de Carlos Lampe, evitando un desastre de proporciones.
El tercero, ni bien comenzado el complemento, obra de Álvarez, reiteró que la puesta en escena denotaba anomalías alarmantes y las cifras se atenuaron cuando Martins —siempre atento, pendiente de su misión— aprovechó una gruesa falla de la zaga. Después, el goleador de la competición volvió a descontar desde el punto penal, tras el cuarto de los del Maestro Tabárez, firmado por De Arrascaeta a través del mismo expediente.
Lo cierto es que el marcador se maquilló pero ello no impide remarcar lo sustantivo: las licencias desembocan en que el oponente no deba siquiera desenvainar sus principales recursos y/o virtudes en pos de apoderarse del trámite y de la victoria como tal.
Existen equivocaciones pronunciadas y —permítase la insistencia— perfectamente identificables de una actuación a otra. ¿Por qué no se corrigen? Bien valdría obtener una respuesta sólida, fundamentada, coherente.
Bolivia no logra resguardarse con la pelota —Uruguay se la manejó en alta proporción; al recobrarla la tenencia implicó suma fugacidad— y ello complica mucho cualquier pretensión o intento de sistema. He ahí el elemental quid de la cuestión. Añádase que aún no se encuentra en estudio disminuir la norma inherente a las dimensiones de la cancha y, por ende, jugando así, el arco de enfrente continuará distante, fantasmalmente lejano…
Oscar Dorado Vega es periodista.