Erick Ortega, periodista
Wara es un pueblo perdido en el tiempo, escondido entre los Yungas de La Paz. Hace muchos años, allá vivía la mamá grande: Honorina. Ella se encargó de criar sola a sus hijos, contados con los dedos de las manos. La vida no era fácil, y lo fue aún menos cuando murió Emiliano, su esposo.
La civilización llegó a Wara en forma de ondas de radio. Antonio, uno de los hijos de Honorina, apenas podía escuchar lo que salía de ese aparato mágico y portátil. En medio de valses y boleros, un día un tío le hizo oír un partido de fútbol. Desde entonces, las tardes de domingo se volvieron sagradas: entre las tareas del campo y el cuidado del ganado, Antonio encontraba ratos para escuchar fútbol paceño. Así, poco a poco, fue conociendo a ese equipo llamado Bolívar.
Y como sucede con los amores verdaderos, el suyo creció lento, sincero, a partir de la palabra. Imagino que, mientras miraba el cielo, él imaginaba un partido. Ese partido que sólo vivía a través de la voz de un relator, que transformaba una tarde cualquiera en un oasis de emociones.
Allí, en medio del campo, conoció a sus héroes. No llevaban capas, sino poleras celestes y shorts a la rodilla. Años más tarde, me hablaba con emoción de Mario Rojas, un defensor central que, según él, jugaba con la precisión de un médico cirujano.
Cuando Antonio dejó la adolescencia y llegó a la ciudad del Illimani, trabajó, conoció el estadio, y vio a su Bolívar. Entonces lo confirmó: aquello no era solo fútbol, era alegría, orgullo, identidad.
Hasta que llegué yo.
Y su pasión fue tan grande que me la contagió. A mis tres años ya recitaba la alineación del equipo. Y cuando íbamos al estadio, mis piernas temblaban de nervios. Antes de cumplir cinco, un psicólogo ordenó que no asistiera más a los partidos porque los nervios me dejaban inquieto, sin poder controlar las piernas. ¿Hice caso? No. Y papá fue mi cómplice. Aunque hoy ya no está conmigo, sigue siéndolo.
La mamá grande, mi abuela Honorina, también llegó a La Paz. Y mi papá con su labia evangelizadora logró convencerla de hacerse bolivarista. A sus noventa años, ella se sentaba en su cama con la radio canchera en el regazo y escuchaba las batallas de nuestro equipo. El día que partió, lo hizo acostada en esa misma cama, donde tanto disfrutó del fútbol.
Papá también se fue. Su tumba está al lado de la de mi abuela, en Irupana, un pueblo yungueño un poco más cerca que Wara. Hace más de once años que partió, pero ahora soy yo quien mira al cielo e imagino a mi padre jugando con sus héroes de infancia, mientras mi abuela lo observa desde la tribuna, feliz. Porque nuestra cancha será siempre celeste.
Con los años, aprendí muchas cosas. Aprendí que no se puede ganar siempre (confieso que mi tolerancia a la derrota sigue siendo mínima). Aprendí también que mi familia tiene mucho que agradecerle a Bolívar. Porque Bolívar no es sólo un equipo. Para nosotros, es un legado. Es amor, honor y lealtad. Es una forma de vivir.
Por eso somos agradecidos. Porque estos cien años de historia no son solo historia: para nosotros, son una eternidad de felicidad celeste.