No basta con empeño y buenas intenciones. El fútbol de alta competencia exige otros argumentos, sobre todo cuando —más allá de la necesidad apremiante de ganar— se actúa en casa y corresponde imponer recursos claros y efectivos, que dobleguen la propuesta del adversario.
Colombia llegó a Miraflores en busca del negocio que implicaba atesorar un punto. Lo obtuvo. Y por poco se lleva tres.
Entonces, el motivo esencial del resultado —ese que no debe confundirse con razones accesorias— hay que encontrarlo en el déficit de rendimiento. A no engañarse ni engañar a través de discursos inconsistentes. Porque el equipo de Rueda era perfectamente ganable, más allá de unos cuantos apellidos ilustres.
Tomar la iniciativa y presionar en campo ajeno constituían parte del libreto, no el todo de la faena. De hecho, cabía emplear dichas herramientas frente a un rival decidido a esperar y a provocar el desgaste, porque esa fue su estrategia, incluido un factor que no puede pasar inadvertido: la capitalización de los errores de la Selección nacional. El gol de Roger Martínez refleja con dolorosa elocuencia la aseveración.
Bolivia, ansiosa en extremo, fue demasiado previsible y Colombia —en un partido de nivel discreto o inclusive algo menos— le tomó el pulso rápidamente. No es posible que los únicos expedientes para el desequilibrio hayan radicado en los centros frontales a Marcelo Martins (encerrado y controlado entre Davinson Sánchez y Oscar Murillo) y los disparos de media y larga distancia; algunos muy inocentes.
La creatividad y la sorpresa —en medio de imprecisiones constantes— quedaron en el balcón del adeudo, así como los desbordes incisivos, que casi no constituyeron elementos en el repertorio de la Verde.
No por nada el recuento objetivo pone de manifiesto que la mejor de las oportunidades a lo largo de todo el primer tiempo radicó en una devolución larguísima de Sánchez que estuvo a punto de sorprender a David Ospina. Hubiera sido, a no dudarlo, un autogol de antología.
Bolivia, en consecuencia, se cansó de tener la pelota para usarla inadecuadamente o insistiendo en pases tímidos, sin compromiso, mientras el tiempo se consumía y el oponente actuaba cómodo, alejado de sobresaltos.
Frente a este círculo de improductividad se descubrió —una vez más y ya son varias— la inexistencia de un plan B tendente a romper la modorra de algo que no se estaba haciendo correctamente. Porque, además, de manera gradual, se dejó de atorar al adversario, afloraron signos de debilitamiento físico y mental, sin que emergiera un revulsivo capaz de enmendar el desempeño errado.
Para colmo Colombia pasó arriba con una gravísima distracción de Roberto Fernández que, al mismo tiempo, involucró a media defensa y al propio Carlos Lampe, descuidando el primer palo.
Ya antes Andrés Andrade, por el mismo flanco, no supo resolver ante un portero vencido.
Al juego empobrecido se unió el nerviosismo, combinación, desde luego, nada halagüeña, salvada muy a medias por el potente disparo de Fernando Saucedo, que cercano al área grande encontró un hueco, tras una cesión de Juan Carlos Arce, y dejó estático a Ospina.
Volvió el público y todo culminó —en paralelo a una presentación en general desacertada— con la doble amarilla y expulsión de Carmelo Algarañaz.
No se falta a la verdad si el arbitraje del venezolano Alexis Herrera es calificado como desprolijo, pero el génesis de la igualdad involucra otros ingredientes, de mayor influencia y gravitación, inherentes a un equipo sin variantes concretas y a una dirección técnica impotente, que no halló soluciones a un problema demasiado nítido. No es posible asumir protagonismo sólo a fuerza de ganas y empuje, sin una idea clara, acorde, por ejemplo, a transiciones útiles, punzantes. Tal es que la victoria no asomó jamás en el horizonte de lo real y deambuló como un noble anhelo desprovisto de sustento.
Oscar Dorado Vega es periodista