En muchos –muchísimos– sentidos la última actuación nacional en la Copa América ratificó, lastimosamente, los reprochables contornos de una campaña paupérrima.
Sólo que el partido con Argentina (oponente siempre duro; innegable) agregó un siempre lacerante aderezo, el del revés severo, el de la goleada que si no trepó al estruendo absoluto se debió, una vez más, a Carlos Emilio Lampe como héroe de capa amarilla bajo los tres palos.
El rival circuló como quiso. Calmo por momentos, transformó casi en plácido entrenamiento –su excesivo toque en plena área lo delató– un compromiso oficial. A ratos, también, aceleró y marcó diferencia manifiesta, irrebatible.
Bolivia corroboró que –al menos en este torneo– sólo jugó de una manera. Y a pesar de los contrastes no cambió. Insistió testarudamente en ir por el mismo camino, de principio a fin. Un aserto futbolístico señala que equipo que gana no se toca. ¿Y cuándo se pierde? Porque no es cuestión simplemente de algunos retoques de apellidos, sino de formular otra disposición, de aplicar una postura que remedie lo defectuoso.
Y esto de sacrificar a un delantero que virtualmente no recibe la pelota (Álvarez volvió a ser una pieza poco menos que decorativa) resulta francamente incomprensible, más aún si Martins, por motivos conocidos, no estaba disponible. De hecho, los únicos tantos del seleccionado los anotó Saavedra, volante que por ello se instala en la categoría de lo rescatable que se advirtió televisión mediante.
El 4-1-4-1 inmutable tradujo –salvo chispazos fugaces, como el que dio lugar al descuento– una impresión de marcada autolimitación y, además, forzó, entre otros aspectos, a una tarea denodada de Justiniano como bombero solitario de corte delante de la línea de zagueros.
Es verdad que Ramiro Vaca y Chura mostraron destellos de talento o, como se expresó en una columna anterior, determinada dosis de lozanía, pero ello no basta en función colectiva. Es más, un análisis de mayor profundidad podría conducir a que la habilidad de ambos no termina de aprovecharse en función del bien mayor, aquel emparentado con la estructura global. Hicieron, voluntariosos, lo que pudieron. Individualmente se mostraron positivamente. Céspedes, de su lado, dicho sea de paso, es ubicable en el polo opuesto.
Adviértase, asimismo, que la observación de estas líneas no critica ni por asomo la ocasional manera como se buscó contrarrestar el “efecto Messi”. Está claro que no constituye una misión sencilla y tantísimos entrenadores han fracasado en el intento, por lo que esperarlo haciendo zona o desplegando ciertas coberturas ahorra ingentes embrollos, pero lo cierto es que Lionel se desenvolvió con plena libertad, desequilibró, convirtió dos veces y no sólo, está claro, añadió en Cuiabá otro récord a sus anaqueles supra distintivos.
En el marco del natural balance que provoca esta experiencia copera emerge la necesidad de un auténtico sinceramiento con respecto a la forma de afrontar los encuentros. Porque si la apuesta fue defenderse la conclusión está clara: defendimos mal. Las cuatro derrotas en línea representan un reflejo difícil de desconocer, por más que el debate futbolístico ofrezca materias de tratamiento arbitrario o, si se quiere, de discusiones eternas.
Cuando se aterriza, como corresponde, en la realidad pura, en la reflexión exenta de intereses sectoriales o subjetivos, no puede taparse el sol con un dedo.
Y la ilusión de una existencia distinta en la clasificatoria es nada más que eso. Una esperanza de algo que acaso vendrá –ojalá así sea– y cuyo piso de sustento se encuadra en un relativismo bastante cómodo de rebatirse.
Las cosas deben llamarse por su nombre y esta andadura –por si espanta el término fracaso– bien puede encapsularse en la órbita de la desilusión chirriante y de la advertencia sobre la perentoria necesidad de plantearse otro estilo de comportamiento, ese que, con un poquito de audacia, quizás permita capitalizar en mayor medida los recursos humanos a disposición.
Oscar Dorado Vega es periodista.