El campeón marcó enorme diferencia por una razón tan sencilla como irrebatible: manifiesta superioridad colectiva e individual. He ahí el factor esencial, que explica todo –aquello importante, aquello accesorio– lo sucedido en Miraflores.
Por eso el tres a cero, resultado poco frecuente en una final. Por eso la incapacidad de The Strongest para rehacerse de un gol excepcionalmente madrugador, que lo dejó groggy anímicamente –herido hasta el alma– y, además, como añadido no menor, sin recursos futbolísticos para cambiar la trama.
Es cierto que en un partido decisivo un gol antes de los veinte segundos gravita. Y mucho. Sin embargo, Bolívar desestimó el conformismo, fue por más, al punto que forzó errores que, definitivamente, desequilibraron el trámite.
Si en la referida apertura Wayar perdió el duelo de marca con Savio aconteció algo parecido, en cuanto a déficit, de parte de Jusino, incapaz de hacer frente al juego aéreo de Da Costa, autor de un cabezazo inatajable.
Quiso reaccionar el Tigre y no pasó de eso. Hasta tuvo más el balón, pero no logró emplearlo apropiadamente. ¿El motivo? La marca zonal de los celestes, eficiente porque casi siempre el objetivo de la recuperación duplicó y hasta triplicó actores. En ese tren Saucedo, Esparza y Amaral, rodeados, no trascendieron, provocando, como consecuencia, que Triverio deambulara sin asistencias.
Antes del segundo –otro desconcierto en el carril diestro de la zaga, falta penal de Chura a Fernández para el festejo bis de Francisco Da Costa– pudo ampliar Justiniano, cuyo disparo motivó una gran atajada de Viscarra.
Sobre la media hora estaba más que clara la pertenencia absoluta de la Academia. Su rival no creaba ningún tipo de peligro y, para colmo, carecía de liderazgo, de alguien en posibilidades ciertas de asumir la misión de encabezar una eventual remontada. Tal es que la única aproximación de relativo peligro, en toda la etapa, la protagonizó Aponte con un remate de limitada dificultad para Cordano.
Durante el descanso Cristian Díaz —urgido de modificar un complejo panorama– decidió los ingresos de Vaca y Prost. El complemento, entonces, mostró en el arranque, durante un ratito, a The Strongest afanado en descontar. Le faltó lucidez, mente fría. A través de ese lapso sólo un zapatazo de Fernando Saucedo se contabilizó como descarga efectiva.
No tardó en entrar Arrascaita y se agregó a quienes conjugaban la mínima influencia como característica en el transitar del equipo.
Bolívar, que ya contaba con Haquín, supo resolver sin mayores apreturas el atisbo de reacción gualdinegra y retomó el control del juego, avalado, claro está, por la tranquilidad de su ventaja y un funcionamiento coherente, planificado.
La faena se completó tras un centro de Villamil (consolidado, interesante aparición en el torneo recién concluido) que Bruno Savio capitalizó con un frentazo certero. Este tanto se generó con un jugador menos en el campo, por cuanto Sagredo era atendido en segunda instancia por el cuerpo médico luego de un rodillazo de Henry Vaca.
Para usar un término tribunero: al campeón le salieron todas. El perdedor advirtió, de principio a fin, que no era su tarde.
Dilio Rodríguez, el árbitro, dirigió bien a partir de una cualidad vital: observar de cerca el juego y pitar con propiedad.
En el dueño de todas las celebraciones hubo varios desempeños individuales de ostensible aprobación (Da Costa, Savio, Villamil, Fernández, Justiniano), pero, por sobre todo, prevaleció el conjunto. Y a partir de esa condición se labró el éxito, no sin dejar de reiterar que varias circunstancias (el gol de vestuario, entre otras) lo favorecieron.
Suele afirmarse que las finales se hicieron para ganarlas. En este caso hubo un vencedor que sumó como argumento mayúsculo ser mejor en cualquiera de los matices que la valoración futbolística admite. Y sin ignorar que en la fase de grupos se encaramó como primer candidato, encaró el encuentro decisivo desparramando todos los expedientes necesarios en pro de un título que nada ni nadie podrá discutir.
Oscar Dorado Vega es periodista.