Cuando en un partido de “vida o muerte”, como algunos se atrevieron a calificarlo, se sufren, por graves fallas, dos goles –que a la postre, además, lo definieron– la explicación conceptual no admite otra vía que la de sentenciar indefectiblemente la inmensa gravitación del desacierto por sobre la virtud.
Una tibia, imprecisa y nerviosa Venezuela encontró semejante facilidad para hacerse del triunfo y a Bolivia la demolieron –por lo que a juego respecta y también en la faceta mental– estas contingencias, impropias, hay que volver a escribirlo, del fútbol de alta competencia.
Por eso, de seguro, la Selección nacional no encontró jamás reacción ni respuestas adecuadas luego de la desventaja.
En el arranque mismo fue posible advertir una pizca de la planificación. Un equipo con tendencia a atacar, dispuesto a ejercer presión alta sobre el rival. Prometió. Pero duró, lamentablemente, un suspiro.
De ahí en más la pesadilla.
El insólito autogol de Héctor Cuéllar, atorado por la marca, en la que la responsabilidad que le cabe a Guillermo Viscarra es ineludible –gigantesco error no forzado– tradujo el origen del desmoronamiento, cuando apenas el reloj marcaba cinco minutos.
Antes de la media hora una equivocación en salida propició el centro que rebotó en Luis Haquín (el capitán que por suspensión no podrá actuar el martes) con carácter previo al empalme de Salomón Rondón para sentenciar tempranamente este cotejo de particular trascendencia: la lucha en pos del repechaje.
El primer episodio se fue entre la comodidad del local y la carencia de ideas del equipo que vistió de blanco para modificar la situación.
La etapa final transcurrió acorde a la circunstancia de las cifras que traducía el marcador.
Bolivia tuvo más la pelota, pero no dañó como la circunstancia lo exigía. Sólo Lucas Chávez protagonizó una acción de riesgo para el arquero Rafael Romo.
No resulta, por cierto, un descubrimiento la referencia a lo mucho que le cuesta producir a Bolivia fuera de casa. Es un déficit endémico, salvo contadas excepciones.
Sin embargo, en esta presentación, habida cuenta de lo citado, correspondía otra actitud. Esa que suele denominarse rebeldía. La rebeldía que demanda la adversidad. Y es en ese terreno donde se advirtió la ausencia de líderes para asumir dicho rol.
Es verdad que se trata de un plantel joven en edad y acaso ahí deba encontrarse la explicación para la inercia frente al aciago estado de cosas.
Las variantes que dispuso Óscar Villegas tampoco variaron lo señalado y entonces el cuadro venezolano supo que no atravesaría por grandes apremios para conservar lo obtenido. En otras palabras, comenzó a pensar en Uruguay.
El visitante era el obligado a calzarse la condición de protagonista y fue claro que no estaba en condiciones de hacerlo. Y no, seguramente, por resignación, sino debido a insuficiencia de argumentos, que en estos casos se remiten a lo futbolístico, en primera instancia, como a lo espiritual, en función de complemento indispensable.
Las matemáticas todavía respaldan el propósito de corto plazo –llegar a la Copa Mundial del año siguiente– porque corresponde, por si acaso, no ignorar el plan de renovación que involucra un decenio.
Empero, ojalá que la experiencia de Maturín sea capitalizada en pos de evitarla y/o minimizarla a futuro. Es una parte del entrenamiento, que no sólo se atiene a lo técnico, táctico, estratégico o físico.
De lo contrario el riesgo de perder no porque el adversario haya sido, en definitiva mejor, sino porque a las claras se le simplificó la tarea estará latente. Y estas derrotas son probablemente las que más duelen, las que de veras cuesta digerir, las que se tornan poco menos que incomprensibles.
Oscar Dorado Vega es periodista.