Para torcer la racha adversa cabía exponer no sólo uno que otro atisbo de positivismo, de mejora. Era necesaria una disposición bastante diferente a la de las dos actuaciones anteriores y en ese sentido podía constituir un vector favorable no dejarse llevar por el evidente peso de la responsabilidad —además, claro está, de superar marcados déficits y limitaciones de juego— que “ató” a la Selección durante la campaña que concluyó en Orlando.
Se convirtió un gol para derrumbar poco menos que una dificultad traumática. Sirvió a efectos de empatar parcialmente e ingresará dentro de lo poquito rescatable, además de algún rendimiento individual (el atrevimiento, la rebeldía de Terceros, por ejemplo). No obstante, si la mira está puesta —como lo enfatizó Antonio Zago— en recobrar posiciones en la clasificatoria hay una tarea nada sencilla, hasta titánica por delante.
Lo penoso es que la fisonomía de un equipo no se modifica de la noche a la mañana. Del dicho al hecho… (como indica el refrán). Y menos cuando se trata de un elenco que dispondrá de plazos temporales muy estrechos para alistarse, como normalmente sucede con las representaciones nacionales.
Ante Panamá sucumbió por diferencia física, también porque en términos generales no consiguió sostener la dinámica, la velocidad que planteó el rival, no por nada una de sus características referenciales.
Tuvo, eso sí, mayor control del balón en ciertos momentos del trámite, coincidentes con la merma en el trajinar de los centroamericanos, sobre todo del centro del campo hacia atrás.
Bolivia deberá —si pretende desterrar la sequía de réditos— encarar de otra manera el empleo riguroso de la pelota, que reiteradamente se convierte en un tránsito monótono, parsimonioso in extremis, carente de agresividad y, por ende, de productividad. El elemento con el que se gesta lo elemental del fútbol no puede ni debe “quemar” o, si se quiere, eximir de compromiso a través de cesiones lateralizadas que no revisten ningún provecho. Una cosa es hacerse del balón y conservarlo en procura de sorprender y rebasar al oponente; otra, bien distinta, es arriesgar la pérdida, más aún en terreno propio, sin desmarques oportunos, y dar lugar a la inmediata reacción del adversario, que, para colmo, suele encontrar mal parada a la defensa.
Los cambios de ritmo también representan una asignatura más que pendiente y ello se refleja en lo previsible del desenvolvimiento. Cuando no existe una o más figuras desequilibrantes el imperativo de solidez del conjunto, del bloque como tal, en todas sus líneas, se acrecienta como consecuencia implícita y en el Inter&Co Stadium volvió a advertirse un elenco livianito, permeable, expuesto a ser pasado por delante sin argumentos válidos de oposición.
Cabrá poner atención, asimismo, en los errores puntuales, esos que provocan secuelas graves, muchas veces irremediables. En los tres tantos panameños hubo algo de eso. Marcas desatendidas, espacios inexplicablemente descubiertos, pasividad, inoperancia en coberturas. Se señaló y no queda más que repetirlo: en la alta competencia estas flaquezas resultan inadmisibles. Y se pagan caro.
En el tiempo de la eliminación no queda más que poner la mira en el horizonte e identificar —así el realismo suponga desconsuelo— algunos de los varios apartados que deberían enmendarse sí o sí para dejar de lado la insana costumbre de perder una y otra vez.
Nada es casualidad. Los eliminados de CONMEBOL en Copa América son los mismos que hoy están fuera del próximo Mundial. La Verde, la que nos importa, precisa de un urgente sinceramiento, a todo nivel. El problema, como se sabe, no es nuevo. La solución tampoco asomará instantánea, mágica, pero ya es hora de enfrentar la situación con la misma actitud que incumbe a una crisis insostenible, honda y despojada categóricamente de intereses que no sean congruentes.
Oscar Dorado Vega es periodista.