Las circunstancias adversas –externas y no tanto– eran archiconocidas de antemano. Varias y complejas en extremo, pero cabía aguardar el desarrollo del juego para evaluar factores propios de la disputa competitiva con una Selección nacional distinta a la de las fechas iniciales.
Y apenas comenzado el partido Ecuador mostró la actitud que era dable esperar del local. Esencialmente, tránsito directo a campo rival. A los 30 segundos dispuso del primer lanzamiento de esquina favorable y a los 7 minutos no abrió la cuenta sólo porque Estrada no alcanzó a empalmar, por fracción de segundo, una asistencia de Sornoza.
Bolivia, entonces, demoró su aparición en escena. Aquella vinculada a su propuesta, al punto que un cabezazo de Mena dio paso a la inicial gran atajada de Lampe.
Las señales estaban claras. El funcionamiento colectivo era deficitario y la gradual recuperación la abanderaban arrestos individuales, como el de Arce –a la postre el mejor del cuadro– en compañía de Lampe y Martins para armar el podio de lo rescatable.
Y en función de atisbos orientadores otro, de envergadura no menor. El visitante salía jugando desde su arco, a ras de piso. El arranque de los nuestros involucraba pelotazos y, por ende, balones a dividir frente a rivales que en general ganaban en la faceta de la contextura física.
Pese a todo, hubo despuntes de recuperación. Se hicieron patentes a partir de la media hora, después, por ejemplo, de un valorable intento de Fernández desde la media distancia.
Y en la mejor acción de conjunto, enhebrada a lo largo del carril izquierdo, nació la apertura, sorpresiva si se quiere, pero el fútbol es así. La acumulación de méritos no garantiza nada. Saavedra se asoció con Flores, el zaguero lateral la entregó a Arce y el “Conejo” se sacó dos defensores de encima antes de clavar un zurdazo bajo, letal. Desequilibrio con el sello de Bolívar.
Pudo empatar Ecuador antes del descanso. Nuevamente Carlos Lampe se impuso en el duelo personal frente a Ángel Mena. En otras palabras: el elenco de Alfaro acumuló tres oportunidades claras y no convirtió. De poco le sirvió la abismal superioridad en cuanto a tenencia de balón que marcó la estadística oficial.
El futuro inmediato no dejaba de ser promisorio para la Verde. Ganaba sin que le sobrara nada. Condicionaba al rival, que además tenía a Gruezo y Moisés Caicedo, sus volantes de corte, amonestados.
Era el momento –el de la pausa– que debía ser aprovechado por la dirección técnica para imbuir al conjunto de aquello necesario en pro de capitalizar la ventaja. La instancia del intermedio representa un pasaje valiosísimo en el que todo entrenador y su cuerpo de colaboradores deben transmitir una lectura correcta de lo acontecido y de lo que corresponde hacer en la reanudación.
Sin embargo, ello no ocurrió. Farías –y así lo mostró la televisión– estaba ofuscado al término de la fracción inicial, más preocupado en buscar berrinche que en dirigirse al vestuario a fines de encarar su misión específica, explicada en el párrafo anterior.
Ese descontrol –lamentablemente– se tradujo en el andar del elenco ni bien acelerado el complemento. Justiniano fue superado en el mediocampo y Beder Caicedo, a pura potencia, se metió en el área e igualó a través de un implacable disparo. Rato después Estrada se lo farreó y Mena revirtió el destino de sus oportunidades pasadas. A los 10 minutos los dueños del cotejo tenían casacas amarillas.
No obstante, Bolivia, literalmente, levantó cabeza. Sobre el cuarto de hora un magnífico frentazo de Martins le dio sentido a un córner que ejecutó Arce de espaldas a la tribuna de general.
Otra vez la circunstancia del encuentro se ponía de parte de los nuestros. Que no jugaban bien, eran superados y transitaban a los empellones en el afán de recuperar el balón. Empero, el resultado volvía a perfilar la esperanza y eso, desde luego, constituía una inyección anímica relevante.
Contra todo pronóstico Farías Acosta descompensó la estructura. Decidió tres cambios simultáneos –salieron Fernández, Saavedra y Ábrego, habituados a desenvolverse en el Siles, y seguramente con algún resto físico aún por entregar– y el desatino acarreó consecuencias. No se trata de “refrescar” porque sí. Las modificaciones deben responder a fundamentos solventes, más aún si entre quienes ingresaron estuvo Henry Vaca, inexplicablemente convocado, carente de todo mérito futbolístico y disciplinario, virtualmente inactivo y despedido del Atlético Goianiense por motivos que su presidente explicó sin ambages…
La última ocasión de recobrar el triunfo la creó Marcelo Martins. Exigió a fondo a Alexander Domínguez.
La derrota se consumó mediante un lanzamiento penal en el que el VAR se lavó las manos y dejó la decisión última a Wilton Sampaio, el árbitro. Es innegable que el balón tocó en la mano de Jusino, pero será de nunca acabar la discusión acerca de la intencionalidad del jugador. Carlos Gruezo cambió el remate por gol con un trecho corto de trámite por delante. Aun así Lampe volvió a decir presente frente a una peligrosa arremetida de Ibarra.
El peso colectivo suele imponerse a la influencia individual. A Bolivia, para manifestarlo en simple, no le alcanzaron sus recursos. No terminó de clarificarse la estrategia. A momentos hubo presión alta, pero sólo a momentos. A momentos se avanzó y retrocedió en bloque tomando como punto referencial la mitad de cancha, pero ese movimiento adquirió perfil de fugacidad. Intermitencias nocivas. La dirección técnica erró en cuestiones puntuales y la alta competencia no permite que determinados detalles sean pasados por alto o ignorados. Es un presente crítico, crucialmente álgido.
Oscar Dorado Vega es periodista.