Suele afirmarse que el hombre es esclavo de sus palabras. Y el director técnico de la Selección nacional, luego del revés en Brasil, expresó que el partido ante Argentina adquiriría carácter figurativo de cotejo último, determinante – así haya transcurrido recién la inicial fecha doble del calendario – y quedó lamentablemente claro que de eso, por parte de los nuestros, no hubo nada. Cero.
Ni presión. Ni agresividad de desenvolvimiento (salvo la expuesta con la aplicación casi sistemática de torpes infracciones, signo inequívoco de impotencia). Ni personalidad. Ni velocidad. Ni eficacia. Ni opciones de gol (Martínez apenas atajó dos tenues remates en todo el trámite).
Entonces, el desencanto no puede siquiera fundamentarse en la expulsión directa, vía VAR, de Fernández, que obligó a transitar más de un periodo en inferioridad numérica. Rato antes, otro Fernández – Enzo Jeremías, el del Chelsea – había inaugurado la cuenta.
El plan para afrontar el debut en casa quedó sumergido – en verdad, jamás afloró – en un desconcierto de errores que partió por el maltrato al balón, que quemaba, ardía…
Demasiadas limitaciones en función de hacer frente a un adversario, que, aún sin su máxima figura, se permitió cumplir en el Hernando Siles – vaya paradoja – lo que correspondía a Bolivia: proponer, encimar y actuar con claridad meridiana sobre lo planificado. En otras palabras: de acuerdo a las circunstancias.
Nuevamente quedaron patentes, además, ostensibles falencias individuales. Las de todo el mediocampo, irresoluto en la marca. Ineficaz a la hora de crear. Y ni decir de lo acontecido en la zaga, sector que permitió a Tagliafico – el de menor estatura de la defensa albiceleste – cabecear insólitamente libre y anotar el segundo gol. Más tarde, cerca del epílogo, Nicolás González capitalizó otra grosera equivocación y selló el marcador.
Era evidente que la Verde debía suplir el lógico desequilibrio de peso específico individual con un desempeño colectivo homogéneo, compacto. Y ahí radicó otra de las causas de la debacle. No por nada Martins y Abrego, ubicados como las piezas destinadas a inquietar el arco visitante, sólo aparecieron corriendo, cada uno por su lado, a la vanguardia de una disociación que, está indicado, nacía de una aguda inoperancia en el centro de la cancha.
La gente que colmó el estadio se quedó con las ganas de observar a Messi. Y, lógicamente, añadió a su estado de ánimo la frustración de soportar el andar de una Bolivia insípida, inexpresiva, sin reacción, rayando en lo fantasmal.
Y hay que dejar constancia que esto pudo concluir aún peor: Fernández, Alvarez, De Paul y Di María dispusieron de oportunidades claras para que la distancia se acrecentara.
El fútbol de alta competencia exige argumentos sólidos y, al menos, talante máximo para encubrir diferencias de calidad. Todos los jugadores del visitante – incluídos los suplentes que Scaloni empleó como variantes – actúan en Europa y eso no debe desconocerse. El dueño de cada empleó a una gran mayoría que nutre un campeonato doméstico que, para colmo, se encuentra suspendido. Sideral disimilitud.
No obstante, Argentina jamás gozó de tantas facilidades en La Paz. Nunca disfrutó de un encuentro tan cómodo como el que acaba de sucederse y ello tiene que conducir, obligatoriamente, a un análisis concienzudo, profundo y descarnado.
El razonamiento inherente a que “hay que seguir trabajando” – de por sí lógico deber – suena simplista, raquítico, disperso, luego de una presentación con tan reducida cuota de sustancia.
¿Dónde se extravió la rebeldía que cabe frente a la adversidad?
No se trata, desde luego, de incurrir en faltas repetitivas, sino de acumular fortaleza de conjunto, solidaridad, funcionamiento grupal, sentido de equipo. Porque así el adversario sea campeón del mundo, con todo lo que eso implica, es posible encararlo aplicando expedientes que reduzcan la desigualdad. No garantiza, desde luego, el éxito, pero sí permite achicar la brecha. Que no quepa duda.
Derrota categórica. Sensaciones demasiado adversas y si hay que aludir a una final – ojalá así no sea – la cercana y más directa se vincula con la que hiere y lastima la esperanza. No de manera concluyente, pero sí alarmante.
Oscar Dorado Vega es periodista.