Un partido se resuelve, como es usual escucharlo, sobre todo a nivel de directores técnicos, por detalles, pero también debido a cuestiones sustantivas, fundamentales, medulares. Y así aconteció con este término de campaña anual en El Alto.
El abanico de motivos por los cuales Bolivia no ganó es amplio. Y si bien Paraguay justificó el resultado a raíz de un segundo tiempo más que interesante, pletórico de convicción, la sensación es que la Verde dejó escapar —por elementos que le son absolutamente atribuibles— el triunfo.
Nunca el local aplicó real intensidad a su trajinar y, por tanto, la idea de reservar a una gran mayoría de futbolistas para este cotejo plantea lógicas e inmediatas interrogantes acerca de la potencialidad, futbolística y física, que cabía esperar para desgastar a un oponente tradicional e indisimuladamente temeroso a la hora de desempeñarse en la altura.
La Selección no supo capitalizar y/o controlar dos circunstancias de ventaja y eso, en la alta competición, se paga caro.
El primer lapso pudo terminar tres a cero. Poco antes del epílogo Fernández no resolvió un mano a mano con el portero y, tras cartón, Algarañaz no escogió la mejor manera de definir ante el atoro del meta. Quizás si sólo una de esas oportunidades se convertía el compromiso transitaba luego por una senda bastante diferente.
Resultó poco entendible, luego del intermedio, la incorporación de un zaguero central (Efraín Morales) en vez de un hombre —Ervin Vaca, autor, además, de la apertura— de mitad de cancha hacia adelante. Si el muchacho de Bolívar acusó merma física lo lógico era reemplazarlo por alguien que se asemejara a sus características de juego. ¿O es que se buscó cerrar el trámite con extrema e inusitada anticipación? La realidad es que ello, al menos en parte, surtió como factor desencadenante del crecimiento visitante.
Tampoco fue dable comprender la obstinada insistencia para atacar casi exclusivamente a través de la banda zurda. Estaba más que anunciada la disposición de Roberto Carlos Fernández y Ervin Vaca como puntales para complicar el sector derecho de la zaga albirroja; de hecho, así se quebró el cero. No obstante, dicho desequilibrio denunció, al mismo tiempo, que Medina y Terceros manifestaban otra sintonía, como si no fueran parte de la estrategia tendente a desbaratar el trabajo de los cinco defensores que Alfaro dispuso a lo largo del periodo inicial.
Y las razones del desencanto pueden continuar enumerándose. Medina —uno de los más experimentados— es directo responsable de la igualdad inicial anotada por Almirón. Pegado a la línea, cerca del área, perdió la pelota frente a Sanabria y dio lugar al revés. También tuvo incidencia en la acción del dos a dos.
A los matices de articulación hay que sumar aquellos vinculados al carácter y en ese terreno el equipo careció de agresividad bien concebida. Porque una cosa es la paciencia destinada a elaborar, a crear, y otra —definitivamente distinta— es dejarse estar y abonar la pasividad, con todo el riesgo que ello implica.
Paraguay, en cambio, nunca dejó de creer en que la historia le podía ser benévola. Comandado por Matías Galarza, revulsivo en toda la extensión del término, fue de menos a más y hasta pudo ganar si Guillermo Viscarra no impedía, en la última acción, un tremendo disparo de Ramón Sosa. Sus cambios generaron mejoría; aquellos emparentados con el sistema y también los relativos a individualidades. No por nada emparejó definitivamente cuando el encuentro iba rumbo a la inexorable conclusión.
Es verdad que Bolivia peca, a ratos, porque el proceso de renovación otorga escenario a jugadores noveles, de decisiones que no son las más apropiadas y no puede desconocerse —en un análisis objetivo—dicha circunstancia, pero los puntos que se dejaron escapar calan hondo, sobre todo, porque la victoria estuvo servida. Y ya está suficientemente explicado el germen de una paridad evitable, de errores no forzados.
Oscar Dorado Vega es periodista.