Una de las grandes interrogantes, en la previa, tenía que ver con el cómo. Sí. Cómo hacer frente a un rival no sólo ostensiblemente favorito, sino claramente superior individual y colectivamente.
Por una parte, apenas cinco futbolistas del once inicial sobrevivieron. Traducción: la disconformidad de Antonio Carlos Zago con el rendimiento de quienes partieron el pasado domingo.
Sin embargo, la cuestión no sólo pasaba por los nombres. También tenía que ver —y mucho— con la disposición táctica y actitud para encarar el partido con determinada posibilidad de éxito. Y en eso quedó patéticamente claro que la línea de cinco en defensa, a la que se sumaron, algo más adelante, los cuatro volantes y Carmelo Algarañaz, el único con oficio de delantero, no representaba ni siquiera mínimamente el antídoto eficaz.
Uruguay presionó bastante arriba, forzó el error, no dejó pensar ni actuar a los nuestros, atosigó y todo lo realizó, como es obvio, apoderándose del balón en grado manifiesto.
Todo lo anterior —al menos durante todo el periodo inicial— en apenas treinta y cinco metros. A través de dicha reducida extensión se ubicaron los jugadores nacionales y virtualmente nueve de los rivales. El sometimiento protagonizado por el cuadro charrúa derivó en un nuevo gol tempranero (Facundo Pellistri) y otro (Darwin Núñez) poco después de los veinte minutos. Ya era, a esas alturas, un cotejo resuelto.
También se reiteró, en la fracción primaria, y durante algunos pasajes del complemento, que la única oposición real de Bolivia se personificaba en Guillermo Viscarra, que impidió la concreción de unas cuantas opciones claras. Está claro, entonces, que la goleada pudo ser aún peor, espantosa.
El equipo que repitió uniforme rojo —se descarta que haya sido por cábala o factor parecido…— pudo salir del acoso en algún segmento del periodo final. De una parte, el adversario decidió administrar el esfuerzo y, por otra, perdió fineza en la culminación de acciones que, era evidente advertirlo, ya no se acompañaban de la dinámica exhibida en el arranque del juego.
Durante todo el encuentro Sergio Rochet, el arquero uruguayo, no conjuró ningún envite serio. El elenco nacional, cuando pudo, se aproximó, lo que no implica señalar que haya desplegado un verdadero cariz ofensivo. Reflejo expresivo del cariz que identificó al compromiso en Nueva Jersey.
El fútbol de estos tiempos contempla un concepto más que indispensable. Se asocia a la rápida y decidida recuperación del balón. Los entendidos afirman que implica un movimiento que no debe tardar más de cinco segundos y que se aplica con más de un elemento humano de apremio. Indudablemente corresponde trabajarlo y optimizarlo en entrenamientos. Los nuestros no lo llevan a cabo y —en la alta competición— ya no es posible apelar a quites aislados, eventuales o producto de un error ajeno. La referencia se emparenta con el manejo, sin contrapeso, que caracterizó al oponente. Un sello de Marcelo Bielsa, su conductor técnico.
El marcador, en el segundo tiempo, lo estiraron Maximiliano Araujo, Federico Valverde y Rodrigo Bentancur. Uruguay no desnudó ningún punto bajo —otra contundente razón que explica el desenlace— y desarrolló ráfagas de máxima brillantez. Algo que su parcialidad en las graderías del estadio MetLife disfrutó a rabiar.
Aludimos a un monólogo futbolístico. No sólo a la mayor diferencia en lo que va de Copa América. Era presumible que aconteciera, más allá de la incógnita inherente al “cómo” citado en el inicio de esta columna. La disparidad adquirió ribetes extremadamente abismales. Fue el choque entre una sólida y definida propuesta. ¿Enfrente? La respuesta se vistió de fragilidad, débil poderío, inconsistencia y hasta cierta presunción y certeza —por la postura advertida— de antelada realidad adversa, inalcanzable de torcerse.
Oscar Dorado Vega es periodista.