Wilstermann sabe muy bien a qué juega y eso que no cuesta nada escribirlo es bastante más difícil de aplicarlo.
En Santiago, como antes en Curitiba, mostró un libreto claro y, a la vez, efectivo, rendidor.
Y si el empate ya era un logro, ni decir la victoria, trampolín clasificatorio como líder de la serie. Palabras mayores. Dignas de un elogio indiscutible, acaso impensado.
Es cierto que se topó con el peor Colo Colo de los últimos tiempos, pero esa es responsabilidad ajena.
No cabe la menor duda de que Cristian Leonel Díaz ha logrado extraer de su capital humano un rendimiento extraordinario. La afirmación no es gratuita: sin torneo doméstico encaró el internacional con una muy diáfana idea –sobre todo en condición de visitante– destinada a potenciar virtudes y disimular determinadas carencias.
Corresponde, asimismo, descartar de plano que haya ganado por obra del azar. Más allá de que el gol de Villarroel haya encontrado a medio camino el rebote en Provoste, con anterioridad, en el segundo lapso, tuvo opciones clarísimas. Una de Patricio Rodríguez que Brayan Cortés sacó, a mano cambiada, providencialmente, y un frentazo de Gilbert Alvarez, desviado por poco, sin olvidar un remate de Serginho que también obligó al revolcón del arquero.
El local, en cambio, aglomeró delanteros –sinónimo de impotencia y desesperación– y buscó machaconamente imponerse a fuerza de centros. Salvo el cabezazo de Nicolás Blandi en minutos agregados (la pelota dio en un vertical y fue directa a las manos de Arnaldo Giménez) fracasó de manera estrepitosa, sobre todo porque no supo jamás cómo superar el esquema del rival y se cansó de ir por caminos errados, bloqueados.
El “aviador” hizo de la espera, de la marca certera y del orden los bastiones de su éxito. Es un equipo que se distribuye con tino, esencialmente a lo ancho del campo. Sabe obstruir y cuando recupera el balón procura salir en velocidad (Orfano es un claro ejemplo) para poner en práctica circuitos ofensivos.
Cuenta, en ese plano, la rigurosidad de recuperación que prestan Melgar y Torrico, vitales a la hora de controlar los arrestos adversarios y prontos asistidores de Chávez y Rodríguez, los de mayor lucidez en el matiz creativo.
Defenderse bien –no deja de ser una misión que exige máxima atención– es un atributo no siempre ponderado. A la vista luce menos, pero si los intérpretes lo ejecutan acertadamente la compuerta hacia el contragolpe está siempre viva, latente.
El cuadro cochabambino, además, no regala metros, descree de refugiarse a pasos de su área y opta por fortalecerse en el centro de la cancha, lejos de su pórtico, al margen de la ya característica solvencia de Giménez. Es posible que en ciertos pasajes todas sus piezas aparezcan en terreno propio, pero eso tiene que ver con la idónea ocupación de espacios y, esencialmente, apunta a que sus líneas no operen distanciadas. Ante un oponente sin sorpresa, como el elenco chileno, suele ser –salvo accidente futbolístico– una muy productiva fórmula.
Claro que es necesaria una conjunción solidaria, un colectivo dispuesto al sacrificio. Los relevos de contención deben alimentarse de generosidad física, tanto como de subsanar errores sobre la marcha, sin dubitaciones.
Por eso que conviene resaltar –a riesgo de ser reiterativo– la mecánica alcanzada por este Wilstermann que hoy se codea con los grandes del continente. Atesora identidad de juego, factor distintivo y al mismo tiempo ingrediente que al menos al cabo de la fase de grupos le reditúa gloria competitiva y formidables ingresos económicos.
Y si se quedaba en el tintero algún otro argumento cabrá adicionar la personalidad. Recuperar en el extranjero lo cedido en casa no es precisamente una costumbre de nuestros representantes. Cuatro de diez puntos conseguidos lejos del Félix Capriles revelan elocuentemente la aseveración.
Una campaña inolvidable. Sustentada en firmes cimientos. Merecedora –ya era hora– de alabanza justificada y de esa satisfacción desvinculada de todo ápice relativo a la casualidad.
Oscar Dorado Vega es periodista.