Ha comenzado una eliminatoria más que había renovado la esperanza de la gente por ver a la selección boliviana clasificada a un Mundial, algo que por última vez —y por única por mérito propio— ocurrió hace 30 años, cuando la Verde de Xabier Azkargorta avanzó a Estados Unidos 94 marcando un hito para el fútbol nacional.
El problema es que, tres décadas después y más allá de esa nueva ilusión en la que todos nos sentimos involucrados, la realidad indica que no existe ninguna señal, ni institucional de la organización futbolística en el país ni deportiva en función a las capacidades de los equipos, que conduzca a Bolivia a tener una chance real de lograr uno de los seis pases directos a la Copa de 2026.
La FIFA subió a 48 —en vez de los 32 del pasado reciente— el número de selecciones participantes en el Mundial que inéditamente se llevará a cabo en tres países a la vez (Estados Unidos, México y Canadá), donde Sudamérica tendrá seis plazas seguras —ya no solo cuatro— y una séptima que irá a un repechaje final por otro cupo.
Es decir, de 10 selecciones que conforman la Conmebol, el 60% —más de la mitad— estará en el próximo Mundial, incluso el 70% si ese séptimo equipo de alguna nación logra hacerse de uno de los dos cupos finales que estarán en juego en un repechaje nada sencillo de ganar.
Sucede que hoy por hoy Bolivia está fuera de ese 70% y muy lejos. Según el ranking internacional al que no hay razón para no hacerle caso, la Verde está última, y ese sitial es indiscutible cuando el papel numérico se lo traslada a los terrenos de juego. Los partidos de este arranque, derrotas ante Brasil afuera y Argentina en casa, son la primera muestra.
El fútbol boliviano atraviesa una crisis que por ahora parece inacabable, la Federación Boliviana de Fútbol (FBF) (este 12 de septiembre cumple 98 años) es la más débil de todas en todos los aspectos, los clubes, de la misma manera en comparación con los vecinos del exterior más allá de que Bolívar este año haya cumplido una labor destacable en la Copa Libertadores, y todo eso necesariamente se refleja en la selección, en particular la actual que está recibiendo la “herencia” de una pobre economía, de las denuncias de corrupción y amaño de partidos, de clubes que no pagan a sus jugadores y futbolísticamente son demasiado limitados, y de un sinfín de problemas contra los que debe batallar antes de cada partido que de por sí ya es algo complicado de superar.
Así como ocurrió en las eliminatorias de mundiales anteriores, en los que la Verde fracasó en no pocos intentos (Francia 98, Corea y Japón 2002, Alemania 2006, Sudáfrica 2010, Brasil 2014, Rusia 2018 y Catar 2022), las posibilidades nominales que vuelve a tener Bolivia se reducen al simple detalle de “hay ganar todo en casa” para asegurar uno de los cupos disponibles. La cuestión es cómo hacerlo, porque la realidad indica que luego de las eliminatorias de 1993 la selección nunca más volvió a ganar “todo” en La Paz; en cambio, en la mayoría de los casos no sumó ni el 50% de los puntos jugados en el estadio Hernando Siles, por tanto, y sin tampoco sumar afuera, algo que resulta utópico en la actualidad, llegar a un Mundial se ha hecho imposible una y otra vez.
Ahora, el comienzo de nuevo ha sido con un duro tropiezo.
La explicación de este triste panorama es sencilla: en una eliminatoria como la sudamericana, considerada las más difícil del mundo, mientras la mayoría de las selecciones han marcado cierta superación —unas más que otras— Bolivia ha entrado en un letargo o incluso peor, porque después del 93 y salvo alguna excepción, la selección ha ido en picada, casi siempre chocando con el fondo, y es difícil afirmar que la historia con la que llega a competir otra vez sea diferente.
La selección empezó ante Brasil, cayó por goleada (5-1). También perdió en La Paz ante Argentina (0-3). Es cierto que dos resultados no tienen que llevar ni al éxito ni a la derrota, pero la sensación inicial que dejan, en este caso, es que no es el camino para apostar a una campaña exitosa. Bolivia no está para eso.