La derrota era previsible. Primero, por la calidad del rival. Luego, en función a la adversa estadística. También a raíz de las intermitencias que este Bolívar ha mostrado en la Copa.
Sin embargo, hay maneras y maneras de perder. Y la del miércoles, en el Allianz Parque, motiva, sin lugar a dudas, una crítica inapelable, rotunda.
No es posible –además– comprender a ciencia cierta la desconcentración y/o descuidos que originaron esta debacle futbolística en un partido que era clave para evitar la eliminación a falta de una fecha. Y se dejó ir en el comienzo de cada uno de los periodos, cuando, es de suponer, la atención se encuentra fresca, a pleno, sin fatiga física ni mental.
En el caso de la apertura del marcador, con apenas dos minutos y fracción de juego, casi toda la defensa obró pasiva, sin reacción. Así Willian inscribió su nombre en la goleada.
Durante el resto de la fracción el visitante se aproximó al empate al menos en tres ocasiones. Weverton, el arquero, se interpuso ante remates de Rey, dos veces, y Cruz. Faltó contundencia. Una lástima porque aprovechar estas ocasiones hubiera, acaso, cambiado el curso del encuentro.
Wesley exigió a Rojas, pero al margen de eso los brasileños levantaron el pie del acelerador y hasta dejaron entrever cierta sorpresa por el manejo de balón del rival, que mediante Arce y Saavedra como asiduos distribuidores olvidó la desventaja y entendió lo que la circunstancia exigía.
No obstante, una de las grandes diferencias radicó en la velocidad. Cuando el cuadro de Luxemburgo se animó a aplicarla quedó en claro que las cilindradas de unos y otros eran diametralmente opuestas. Algo similar se advirtió en la conquista de lo que se denomina la segunda jugada; ahí Palmeiras mandó reiteradamente.
En ese lapso inicial la igualdad no hubiera llamado la atención de nadie. Bolívar resurgió a partir del tempranero revés, pero sólo amenazó, incursionó prolijamente, pero sin peso de definición. Demasiado liviano.
El encuentro se terminó cuando Wesley anotó un golazo a poco del descanso. Otra vez el cronómetro identificó sólo un par de minutos de recorrido.
De ahí en más todo transitó en medio de la zozobra aguda. Desasosiego generalizado. Bastaron cinco minutos. Viña, Raphael y Roni estiraron la diferencia sin misericordia, capitalizando equivocaciones consecutivas de un onceno agobiado, distanciado de la pelota, superado en grado manifiesto.
Seguramente en el análisis volverá a emerger el disímil nivel de competitividad. Y no hay dudas de que se trata de un factor evidente, pero, claro está, no el único atribuible a semejante desastre.
La Academia –sin dependencia absoluta de lo que realice por medios propios– puede todavía aspirar a ingresar a Copa Sudamericana, pero urge afrontar correcciones que tienen que ver con su estructura global. No termina de configurarse como expresión colectiva. Precisa de fisonomía clara, la extravió en medio de la pandemia, de la inactividad.
Concede demasiadas licencias en proximidades de su arco y perdona cuando aparece en la mira del adversario. Eso, en la competición internacional (tan pero tan diferente en exigencia de calidad si se la parangona con la doméstica) no se permite a la hora de expresar aspiraciones.
Al margen, algunas producciones individuales no traducen para nada nota aprobatoria y eso agrava el estado de cosas.
Lo acontecido representa la acumulación de elementos deficitarios, de mayúscula carencia de respuestas adecuadas.
Y para no emplear adjetivos lapidarios en exceso basta remitirse a señalar que la televisión permitió observar un desempeño penoso, desacorde con la historia de Bolívar. En síntesis: una calamidad futbolística de esas que parecían desterradas. La descarnada realidad, ni más ni menos.
Oscar Dorado Vega es periodista.