La crónica dirá que Salomón Rondón se encaramó, sin discusión, a lo más alto del podio con un hat-trick. Añadirá que Darwin Machís sacó provecho de un espantoso chascarro.
Es menester no ignorar que esos cuatro reveses —todos, sin excepción— nacieron de mayúsculas equivocaciones de la selección nacional.
El fútbol, a veces, da lugar a que los errores sean más importantes que las virtudes. No es un contrasentido. Bastará revisar el video de Venezuela – Bolivia para comprobarlo con pasmosa crudeza.
Ganó (goleó) la Vinotinto, pero cuánto hizo —o dejó de hacer— el equipo visitante para posibilitar un desenlace tan drástico, tan diametralmente opuesto a la esperanza generada engañosamente tras el resultado del forzado amistoso ante Trinidad y Tobago.
Ocurre que en Barinas se escenificaba el partido a ganar. Aquel que debía romper una añeja racha adversa en canchas foráneas. El juego en el que inclusive la paridad sabía a poco. ¡Qué lejos se estuvo del objetivo! ¿Por qué?
Una rudimentaria expresión de juego, la del local, exhibió ciertas complicaciones en su sector cuando la Verde comenzó tratando de ejercer presión alta, la que duró algo más de veinte minutos, periodo durante el que Marcelo Martins, sobre el cuarto de hora, probó de lejos, apenas desviado.
Bolivia era más en el trato del balón y, además, lucía ordenada.
Los directores técnicos acostumbran a identificar ciertos desequilibrios con la expresión detalles. En el cotejo que aludimos esa palabra no corresponde y quizás lo apropiado sea referirse a despropósitos.
El de Sagredo posibilitó la apertura. Quinteros tuvo mucho que ver en el segundo y cuarto. El tercero involucró a Bejarano y Lampe como actores de un blooper incomprensible, aliado a una desatención exorbitante.
Consecuencia: el arranque promisorio se desfiguró en un abrir y cerrar de ojos. Desapareció del trámite, avasallado por una avalancha de groseras equivocaciones.
En medio del desastre la expulsión de Justiniano debe calificarse como una irresponsabilidad flagrante; su pisotón a un adversario caído lo advirtió el VAR sin demasiado esfuerzo.
El descuento que en su momento firmó Miranda dejó abierta una rendija de ilusión. Sin embargo, la pausa del descanso no provocó variantes. Y otra vez —como en varias jornadas de la competición— los cambios llegaron tardíos, demorados, cuando la historia estaba indefectible y adversamente escrita.
Permítase una insistencia en este aspecto: el evidente desaprovechamiento del intermedio, tiempo valiosísimo para reordenar ideas, visualizar el contexto y aplicar decisiones a partir de necesidades inherentes a la cuestión propia y a lo que plantea el rival. Era un encuentro —por como transcurría— en el que debía aplicarse correctivos oportunos, firmes y también audaces.
El compromiso revestía —más que nunca, según la opinión generalizada— “obligación” de victoria. Transitaba en el peligroso terreno de la derrota. Esta denunciaba graves falencias y déficit de rendimientos. ¿No representaba, por ilación, un imperativo modificar, elegir otras alternativas?
Lo cierto es que Bolivia, después de sufrir la cuarta bofetada, jugó aturdida y confusa. Queda señalado que las numerosas variantes seguramente se dieron, durante el complemento, sólo en pos de conjurar el desgaste físico.
Si Venezuela no estiró la diferencia habrá que remitirse a su impericia en la puntada final. Claro, ya no estaba Rondón. José Néstor Pékerman lo reemplazó para que recibiera la ovación que su faena merecía, así la hubiera construido, en buena medida, como producto de los yerros del oponente.
La paliza frente al colista resulta dolorosa en extremo. Lo es todavía más cuando en su acaecimiento la complicidad de factores no atribuibles a atributos del antagonista interviene de modo tan obvio y manifiesto.
Oscar Dorado Vega es periodista.