Pulmones. Paciencia. Persistencia.
Es una manera de definir y compendiar la esencia del triunfo nacional. Ese tan anhelado y que se consumó con una dosis de juego —no sobrepasó el límite de lo regular— que bien puede ser materia de discusión, pero no evadió el atesoramiento del objetivo ineludible: la obtención de los tres puntos.
Pulmones, porque se corrió de punta a cabo; a ratos —hay que remarcarlo— confundiendo roles porque en fútbol apurado no es igual a rápido. En fin, voluntad no faltó.
Paciencia, porque durante largo rato el trámite adquirió carácter denso y no progresó. En parte por lo que planteó Perú y en buena porción porque la idea futbolística de la Verde aún emerge limitada y la intención no termina de materializarse.
Persistencia, porque la victoria despuntó en la recta final, jugando con un hombre menos (imperdonable imprudencia, identificada como patada voladora, de Henry Vaca) y el rival amenazaba con arremeter, aprovechando la citada ventaja.
Pretendió César Farías alimentar al ataque (Marcelo Martins y Carmelo Algarañaz) con válvulas efectivas a través de los costados. Rodrigo Ramallo —improvisado como lateral— y Juan Carlos Arce pisando la banda derecha; José Sagredo y Roberto Fernández —trasladado al mediocampo— pistones en el carril zurdo. Como idea, interesante. En la práctica, sin rodaje y ya se sabe que el funcionamiento —palabra clave— constituye una necesidad imprescindible rumbo al destino deseado.
El visitante llegó a Miraflores con la clara intención de no arriesgar. Fue un equipo tímido, temeroso. Se agrupó en mitad de cancha, le costó horrores progresar con la pelota y no contó con Christian Cueva a la altura de sus antecedentes, a tal punto que el volante perdió el balón en la acción previa al gol, que, además, dio lugar a que Marcos López dejara un tremendo forado en el perfil zurdo de la defensa.
Entonces —casi siempre— el desgaste corrió por cuenta de Bolivia, pero ello no se acompañó de acciones imaginativas y uno no corre demasiado riesgo al estimar que la idea privilegió la eventual capitalización de algún error del adversario, lo que a la postre aconteció.
Se abusó de los centros cruzados y si bien Algarañaz cabeceó un par no causó peligro. Martins, durante el lapso inicial, no recibió ninguna asistencia precisa y los intentos de Fernando Saucedo en la media distancia carecieron de puntería.
Paradojalmente, los peruanos —menos audaces e intermitentes en campo local—exigieron en mayor medida a Carlos Lampe, mediante Gabriel Costa y el ya mencionado López.
He ahí la consecuencia inmediata de dos yerros que en la alta competición no son permisibles: ausencia de profundidad y efectividad franciscana.
Tras el intermedio (con Marc Enoumba y Leonel Justiniano enviados como cartas de refresco) la selección nacional fabricó la mejor de las ocasiones hasta ese momento. Pedro Gallese conjuró increíblemente un frentazo de Algarañaz y en la continuidad de la acción bloqueó con la cabeza un disparo de Martins.
El dueño de casa demolió la administración que el oponente propuso como argumento poco menos que exclusivo. Acaso los de Ricardo Gareca aguardaban que el cansancio mermara la dosis ofensiva a afrontarse, pero ello no sucedió, aún a pesar de la tarjeta roja que mereció quien apenas alcanzó a desenvolverse durante un cuarto de hora.
El ingreso de Ramiro Vaca resultó providencial. En la primera bola que tocó marcó el desnivel, con un envío que se desvió levemente en Alexander Callens.
Bolivia no renunció jamás a la aspiración de victoria. Asumió sus equivocaciones y creyó sin decaimientos, al menos anímicos, que el propósito era posible. Existieron momentos de desconcierto —el rostro de Juan Carlos Arce los reveló— pero perseveró en su andadura y el epílogo cercano premió su actitud. No fue brillante, pero a veces el empeño y tesón reemplazan la brillantez en el tránsito a la meta. Un éxito esforzado, sin renunciamientos, henchido de fe.
Oscar Dorado Vega es periodista.