Carlos Lampe sumó ocho atajadas notables. Seis durante la primera parte y las restantes en el complemento. Es un indicador. También un reflejo de lo que sucedió en Cuiabá.
Transcurrieron dos tiempos muy distintos. Para decirlo de otro modo: una fracción que pudo derivar en una goleada escandalosa y otra en la que el empate rondó de cerca.
Los partidos dejan de ser lineales, previsibles, en la medida que los protagonistas imprimen su sello. El mejor de Bolivia –el que, además, se espera– radicó en el periodo final, cuando no sin atrevimiento, pisó terreno oponente, manejó mejor el balón y exigió a Claudio Bravo.
Entonces, así como en el debut, el epílogo adverso no debe minimizar –en homenaje a la realidad– los matices positivos: la confianza depositada en Ramiro Vaca y Jeyson Chura, llamados a ser integrantes del recambio, representantes de la frescura en el juego. La actitud emergente de la tempranera desventaja (Ben Brereton, antes de los 10 minutos). El asumir la iniciativa del juego, proponiendo, tocando la pelota con sentido y disimulando bastante bien la ausencia de Marcelo Martins, a pesar de que Gilbert Alvarez no consiguió –asignatura pendiente– ser gravitante en el área.
En contrapartida, el arranque desajustado. Soportando al rival. No encontrando, por caso, solución al arranque en diagonal de Eduardo Vargas desde tres cuartos de cancha hacia el flanco derecho. Otras materias a ser corregidas, porque, así como posteriormente el equipo supo agredir es perfectamente factible pensar que constituye una postura realizable desde el vamos.
El podio, además de Carlos Emilio, lo completaron Erwin Saavedra y Leonel Justiniano. Estos últimos se prodigaron en la marca, ganaron en varias ocasiones, condujeron avances y el orureño probó a fondo al portero del Betis.
Imposible, al respecto, ignorar la chance que Roberto Fernández desperdició sobre la media hora del lapso inicial. De frente al pórtico pretendió colocar y el esférico acabó desviado. La jugada pedía un cierre de mayor convicción y potencia; era casi segura la firma del empate.
Porque así como Chile, al ritmo que impuso Erick Pulgar, acumuló oportunidades para ganar con tranquilidad y no las resolvió –ya sea debido a desaciertos o a intervenciones brillantes de Lampe– la Verde tuvo en esa llegada la nítida opción de emparejar.
La conclusión es que no hay que temer al rol propositivo. Uno la imagina como una de las misiones prioritarias, e inmediatas, de César Farías a la hora de afrontar todos y cada uno de los compromisos. Porque resulta preferible comenzar en ese plan y no aplicarlo sólo en función de un resultado desventajoso, partiendo de atrás en el marcador. El entrenador está para concientizar acerca de una identidad e inculcarla supone ensayarla y desarrollarla como elemento distintivo del colectivo, aún por encima de circunstancias y nombres, más allá que no es posible desconocer que en cantidad tiene menor disponibilidad que sus colegas sudamericanos.
La Roja decreció en la última etapa porque Bolivia provocó dicho cortocircuito. Interrumpió la fluidez de su andar y entendió que prevalecer en territorio ajeno es bastante más conveniente que aguantar en inmediaciones de su zona de riesgo.
Esta Copa América, por sobre lo que resta, y a sabiendas de lo que significan Uruguay y Argentina, descubre la pertinencia de adquirir una progresiva huella de proactividad. Los resultados seguramente no se festejarán de la noche a la mañana, pero el objetivo se aquilatará en la clasificatoria, de hecho lo más importante.
Hay derrotas y derrotas. La de esta segunda fecha descorre una certeza: es viable actuar planteando argumentos eficaces, apelando al equilibrio entre contener e ir al frente, dedicando a las transiciones en todos los sectores un espacio de privilegio. Por ahí, pensamos, está el quid de la cuestión.
Oscar Dorado Vega es periodista.