Las interrogantes nacen en torno a qué planificó el señor Asad y por qué la prestación de sus dirigidos dio lugar a tamaño bochorno.
Evidentemente algo sucedió entre lo que se pretendió y lo que no pudo ejecutarse.
No es menos cierto que Deportivo Táchira exhibió una llamativa eficacia para convertir. No es exageración apuntar, por ello, que virtualmente cada llegada del local finalizó en gol, circunstancia sin duda de mérito pero, al mismo tiempo, apuntalada por una cascada de errores –sobre todo de marca– que sepultó al campeón nacional.
Fue el CAR un equipo que partió tratando de jugar de igual a igual, algo nada anormal si se considera la circunstancia (en lo que al grupo se refiere) con la que arribó al partido.
El desaguisado no sólo implicó la pérdida de puntos que pueden alcanzar connotación de claves, sino que también se hipotecó dramáticamente la diferencia de gol.
Bastó que se sucedieran las sucesivas caídas en el arco de Carlos Lampe para que a las fallas netamente futbolísticas (desequilibrio agudo de media cancha hacia atrás, relevos inexistentes, carencias en la adecuada ocupación de espacios y lo ya indicado: frágiles argumentos de contención) se sumaran las anímicas. Terminó siete a dos. Al descanso se marcharon cuatro a cero.
Otra de las grandes diferencias radicó en la manera de proceder. Los venezolanos –de hecho superiores por bastante en velocidad– actuaron de modo directo. Esa profundidad desarticuló la resistencia del “millonario”, que, a la inversa, insistió en toques cortos sobre una cancha en la que el pique del balón era un enigma.
A propósito, la CONMEBOL –empecinada en desprestigiar su principal competición de clubes, apegada a un reglamento desprovisto de sentido común o cuando menos sin posibilidad de atender situaciones extremas, como las que provoca la pandemia, dando lugar a lamentables puestas en escenas, como la protagonizada por River Plate e Independiente Santa Fe– debería preocuparse mínimamente por evitar juegos en campos de tan magra calidad como el que emplearon los protagonistas del encuentro al que aludimos. Cosa elemental, primaria.
Y atención que Always no fue goleado por el impresentable estado del rectángulo. Lo condenaron sin discusión sus deficiencias y, vale reiterarlo, el poder de definición de su adversario.
El déficit se incrementó porque el balón constituyó un elemento que el elenco de la banda roja no supo administrar, condición que por lo general es básica actuando en reducto ajeno. La consecuencia no demoró en aflorar: se jugó como quiso el conjunto del entrenador Torisano y ante eso no hubo antídoto posible para evitar que Covea, Granados y Cova manejaran los tiempos. Góndola, el propio Maurice Cova (tiro penal), Chacón y Gómez dilucidaron en un lapso la cuestión.
El complemento estuvo demás, sobró. Tal es así que los tres cambios con los que el perdidoso volvió del camarín no alcanzaron a hacer pie y Góndola, antes del minuto, firmó el quinto.
Pretendió el forastero –apelando a un grado de orgullo para disimular sus lagunas de juego– proyectar centros, vía Ramallo y Vieira, en búsqueda de Mosquera. Alcanzó para los descuentos del brasileño y del atacante colombiano, en este último caso tras una pena máxima mal sancionada por el árbitro Ospina.
En contrapartida Covea –encaramado en lo más alto del podio– y Angarita estiraron el marcador hasta límites más que expresivos, definitivamente insospechados.
Always Ready no logró afrontar el compromiso en directo vínculo con su importancia. Padeció a raíz de una planificación deshecha de entrada (¿No había plan B? ) y una ejecución permeable en todos los sectores. Facilitó demasiado la faena del Táchira y a menos que consolide una hazaña en Porto Alegre habrá dejado escapar una clasificación que, en un contexto de tanta paridad en la serie, era (aún lo es) perfectamente posible.
Oscar Dorado Vega es periodista.