Era presumible que ocurriera y la realidad no hizo más que confirmar la sospecha. Es más, la acentuó.
Bolívar careció de argumentos concretos, tampoco le sobraron ideas y lo suyo transitó entre el deseo y la inoperancia.
Poco para bloquear a un Palmeiras superior en todo sentido, que planteó el partido como le convenía – parsimonioso, calculador, no sin inteligencia – y asestó un par de golpes letales que fueron demasiado para un local cargado, además, de las imprecisiones lógicas de tan prolongado lapso de tiempo ajeno a la competencia.
Si a lo anterior suma un regalo como el que propició la apertura (doble error de Jusino al dejar picar la pelota en vez de ir a su encuentro y de inmediato cometer una infracción inentendible sobre Roni) a través del lanzamiento penal que Rojas no estuvo lejos de atajarle a Willian.
Antes de eso, acontecido poco después de la media hora, el cuadro brasileño ya había avisado mediante el propio Roni y Raphael Veiga.
El equipo celeste –que comenzó fugazmente vehemente– era ímpetu y desorden. Ganas de avanzar y finalización desajustada. Un evidente desequilibrio. Una conspiración contra la necesidad de ser verdaderamente peligroso que, por caso, derivó en la tendencia al centro aéreo para un Riquelme al que Luan y Gómez controlaron generalmente bien.
Tampoco funcionó el tándem previsto a través de las orillas. Bejarano –Saavedra y Flores– Fernández amenazaron más de lo que produjeron, aunque en el balance final Jorge Enrique, el lateral zurdo, fue de lo más parejito del colectivo.
Los brasileños se agruparon en el centro de la cancha y aguardaron interrumpir bajo la batuta de Ramires, que mientras tuvo energías representó el termómetro en marca y pase adecuado. Dejaron en claro que la consigna era que el balón circulara en corto, a ras de piso y con destino seguro. En su manejo se puso de manifiesto una distancia sideral con respecto al adversario.
De modo que la lucha se hizo dispareja y el ritmo cansino lo propuso, sin contrapeso, el elenco verde oscuro.
Para colmo la mejor llegada de la Academia en el lapso inicial (una asociación entre Arce y Saavedra) fue mal anulada por Cisternas, el segundo asistente, que observó una posición adelantada ficticia.
Vivas buscó en el arranque del complemento apuntalar el ataque con el ingreso de Abrego, que reemplazó a un inexpresivo Fernández, pero la tónica se repitió porque mientras el dueño de casa buscaba infructuosamente el modo de fabricar riesgo –y no lo lograba porque las transiciones entre mediocampo y ofensiva no cuajaban– Zé Raphael volvió a advertir que a pesar del esquema conservador Palmeiras no renunciaba a convertir.
Los celestes apelaron muy poco a un recurso como el disparo de media distancia. Arce se animó, pero en la réplica Gabriel Menino clavó un misil que además de representar un golazo en toda la expresión del término dejó al visitante en ideal condición de cara a controlar la media hora restante.
La voluntad bolivarista alcanzó para el descuento de Riquelme, pero no más que eso.
El elenco que conduce Vanderley Luxemburgo mostró solidez y eficacia. Su campaña es perfecta y seguramente ganará el grupo sin apremios.
Bolívar deberá –en la medida que la circunstancia de limitarse a entrenamientos se lo posibilite– redescubrir un perfil más homogéneo. Es injusta e irreal la crítica aguda, pero en la disputa por el segundo lugar o en la meta de asegurar una plaza en la Copa Sudamericana, precisa de expedientes distintos. Los tiene en el recuento nombre por nombre, pero el obligado paréntesis se los arrebató y la expresión colectiva del reestreno no estuvo a la altura de la batería de petardos que iluminó previamente la noche como sinónimo de una ilusión desvanecida, al menos en la trama que el desierto y extraño Hernando Siles proyectó vía televisión.
Oscar Dorado Vega es periodista.
Fotos: Conmebol