La consigna era una, sólo una: defenderse, aguantar, resistir.
Y sirvió durante un tiempo. Era, por cierto, un gran negocio, fundamentado —sin lugar a ninguna duda, mediante un factor ajeno— en la puntería mojada del Barcelona.
Gustavo Florentín, en su debut como DT de The Strongest (dispuso apenas de un par de entrenamientos; imposible ignorar el contexto) sorprendió con una superpoblación de zagueros. A los dos Sagredo en las bandas unió como volantes tapones a Torres y Bejarano. Más allá del relativo cierre de espacios el concepto de marca —he ahí lo trascendente— reprobó la nota.
El balón fue abrumadoramente de los ecuatorianos y en varios pasajes —sobre todo de la etapa inicial— se advirtió un fenómeno inusual en el fútbol profesional de estos tiempos: el visitante mostraba a todos los suyos en campo propio y el local, excepción hecha del arquero Burrai, también desplegaba a los propios en esa saturada mitad de la cancha.
La recuperación del equipo este miércoles albo duraba un suspiro. Barbosa —el de mejor desempeño— intentaba conectarse con Reinoso y en una de esas ambos protagonizaron la mejor llegada (virtualmente la única realmente peligrosa del cotejo) a través de un desborde del colombiano que el brasileño culminó frontalmente, disparando alto y desviado. Una excepción porque la escena radicaba al otro lado.
Barcelona eligió de modo casi exclusivo perfilar sus ataques en el andarivel derecho. Ahí Byron Castillo se constituyó en un dolor de cabeza para José Sagredo y comenzaron a sucederse las oportunidades: Martínez y Garcés las desperdiciaron.
Dentro de ese panorama Ramiro Vaca era un canto al desconcierto porque la materia creativa representaba un objetivo quimérico y el volante sólo se hizo notar a raíz de una ingenua amonestación.
Hubo un momento, transcurrida la media hora, en que la presión del dueño de casa cesó. Acaso por una cuestión de desgaste —no sólo físico, sino también de rango mental— las revoluciones decrecieron de intensidad y el forastero gozó de transitorio respiro, traducido en un fugaz manejo de la pelota, que, sin embargo, no revistió acciones de verdadera importancia.
El descalabro se gestó apenas iniciado el complemento. Antes del minuto Carlos Garcés desequilibró.
Florentín determinó el ingreso de Raúl Castro, en reemplazo de Marvin Bejarano, como sinónimo de un presunto Plan B para potenciar la gestación y el asunto no fue más allá de una intención fallida.
Más tarde entraron Blackburn y Cardozo que se encontraron con el segundo tanto de los amarillos: disparo de Mario Pineida, rebote en Ramiro Vaca y parábola imposible para Daniel.
El encuentro estaba liquidado. Leandro Martínez y Gonzalo Mastriani (aunque en este último caso la planilla oficial registró autogol de Gabriel Valverde) aportaron en pro de la goleada.
The Strongest estaba diseñado para responder mientras durara el cero. Esa es la mejor explicación tendente a reflejar la elocuencia de un marcador —y vaya que pudo ser peor— estructurado exclusivamente en la última fracción.
Y así como la proliferación de delanteros no garantiza efectividad, tampoco la desmesurada distribución de defensores aplica en beneficio de una retaguardia solvente.
No por nada bastó la apertura del marcador. La crudeza de las cifras llegó por decantación y la televisión ofreció —durante el lapso determinante— rostros emparentados con la desorientación, primero, y la resignación, después. Era la imagen de un perdedor incapaz de labrar el rol que evitara el revés o que al menos lo redujera en expresividad.
Jugar atrincherado implica un riesgo muy grande. Generalmente basta un error, o acierto del rival, y se desencadena la adversidad. Lo adicionalmente grave es no contar con recursos —léase matices de reacción—destinados a dañar.
Un Tigre inofensivo transita los senderos de una Copa que se pinta muy cuesta arriba.
Oscar Dorado Vega es periodista.